viernes, 17 de julio de 2009

La predilección divina por los jóvenes



Seguimos en este año dedicado al sacerdocio escuchando palabras e ideas en las que insistió el Papa que nos despertó, aquél que nos sacó del letargo, del sopor del egoísmo de ir a lo nuestro: Juan Pablo II. ¡Cuántas inquietudes santas de servir levantó este Papa! Veamos hoy algunos de sus más recurrentes argumentos en el camino sacerdotal: la predilección divina por los jóvenes.

El cristianismo es la religión de los jóvenes. No se trata de una frase hecha, como tampoco, entendámoslo bien, de una afirmación exclusivista. La Palabra del Señor se dirige a todos, pero manifiesta una particular afinidad con la edad juvenil, quizá porque la fuerza interior de vida y la mayor adaptación a la novedad se expresa de un modo misterioso en la capacidad de empuje y entusiasmo tan propios de los jóvenes. El don de la juventud es un bien inmenso pero, todo hay que decirlo, al mismo tiempo es transitorio. No nos podemos olvidar de ello.

El Evangelio corre un velo de silencio acerca del destino de aquel joven a quien le faltó coraje para responder “sí” a la invitación de Jesús. Nada se dice después en el Evangelio de él. ¿Qué hizo? ¿A qué se dedicó después? ¿Se arrepentiría y volvió? ¿Cómo le fue la vida? No lo sabemos. Tan solo sabemos que se fue triste, dice el Evangelio, tras su indecisión. Lo tenía, al parecer, todo lo que la gente de hoy como de otras épocas desea: salud, juventud, dinero y la paz de ser “buena persona”. Pero ante la aventura divina de seguir a Cristo se hacen indispensables las “locuras”. Hay que tirarlo todo por la borda, incluso los mayores tesoros que se transportan, pero no queda otro remedio si se quiere navegar con y hacia Cristo. Otro modo de actuar es… zozobrar. Cuesta pero también pesan las alas de los pájaros y las necesitan para volar. Las alas del águila pesan lo suyo pero con ellas puede volar y elevarse hasta alturas insospechadas y ver el mundo con una perspectiva única, maravillosa.

Aquel joven rico se alejó de Cristo y por eso se fue triste. Es un personaje sin porvenir y sin historia, al que ninguno de nosotros, decía Juan Pablo II, estaríamos dispuestos a prestar nuestro nombre. El “sí” a Cristo ha de ser la impronta indeleble de nuestro estilo de vida. Un “sí” total y límpido, decidido, lejos de sofismas, de equívocos y de oscilaciones. El sentido agudo del hoy que caracteriza a los jóvenes se ve armonizado y estimulado por la gracia de la fe y por la certeza de que Cristo ¡vive!, y actúa en la historia de hoy y en el corazón del hombre.

Con la fuerza que caracterizaba a Juan Pablo II y su magnífica conexión con los jóvenes gritaba: Jóvenes sanos y fuertes, hablo a vuestro corazón, sellado con el sello de Cristo. En su nombre y con su autoridad os repito el mensaje de las bienaventuranzas, totalmente invadido de la fuerza del cielo, y al mismo tiempo encarado en la diaria tarea de la vida. Y os digo: medíos con las alturas de Dios y sed asiduos exploradores de las zonas más recónditas de vuestro mundo interior. Encontraréis siempre respuesta a vuestros “porqués”, a quien es Cristo. ¿Quién es Cristo? Cristo es quien sabe dar respuesta a todos nuestros porqués. Comprenderéis que mil dificultades no tienen la fuerza de engendrar la duda, que ninguna pedrada puede derribar la construcción de la honestidad, la castidad, la generosidad (1).

Cualquier edad puede ser idónea si es Dios quien llama, pero durante los años de la juventud, cuando se va configurando en cada uno la propia personalidad, el futuro comienza ya a hacerse presente y el porvenir se ve como algo que ya está al alcance de las manos, es el período en que se ve la vida como un proyecto prometedor a realizar, del cual cada uno es y quiere ser protagonista. Por ello es también el tiempo adecuado para discernir y tomar conciencia con más radicalidad de que la vida no puede desarrollarse al margen de Dios y de los demás. Es la hora de afrontar las grandes cuestiones, de la opción entre el egoísmo y la generosidad. En una palabra: el joven se halla ante una ocasión irrepetible de orientar toda su existencia al servicio de Dios y de los hombres, contribuyendo así a la construcción de un mundo más cristiano y, por lo mismo, más humano.

Ante toda esta amplia perspectiva que se ofrece a vuestros ojos, decía el Papa, es lógico que se os planteen grandes cuestiones: ¿Cuál es el sentido de mi vida?, ¿hacia dónde debo orientarla?, ¿cuál es el fundamento sobre el que tengo que construirla?, ¿con qué medios cuento? Son preguntas cruciales, densas de significado, que no pueden zanjarse con una respuesta precipitada. Estos mismos interrogantes acuciaban a aquel joven del Evangelio que se acercó a Jesús para preguntarle: “Maestro, ¿qué he de hacer yo de bueno para conseguir la vida eterna?”. Igual que a vosotros, la vida se abría prometedoramente ante los ojos de aquel muchacho y deseaba vivirla intensamente de un modo generoso, con decisiones definitivas. Era un buen israelita, que cumplía la ley desde joven, pero percibía horizontes más amplios para su amor; por ello fue en busca del Maestro, en busca de Jesús, el único que tiene palabras de vida eterna.

“¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno sólo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”. La enseñanza que se desprende de este diálogo es evidente: para entrar en la Vida, para llegar al cielo, hay que cumplir los mandamientos. “No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos; sino el que haga la voluntad de mi Padre, ese entrará”. No bastan, pues, las palabras: Cristo os pide que le améis con obras: “el que ha recibido mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado de mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él”. La fe y el amor no se reducen a palabras o a sentimientos vagos. Creer en Dios y amar a Dios significa vivir toda la vida con coherencia a la luz del Evangelio (…) y esto no es fácil. ¡Sí! muchas veces se necesita mucho coraje para ir contra la corriente de la moda o de la mentalidad de este mundo. Pero éste es el único camino para edificar una vida bien acabada y plena.

A la nueva pregunta del joven del Evangelio que desea saber de labios del Maestro cuáles son los mandamientos, Jesús se los enumera: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso, honra a tu padre y a tu madre, ama a tu prójimo como a ti mismo”. Escuchad, recuerda Juan Pablo II, las palabras que el joven del Evangelio da a Jesús: “todo esto lo he guardado desde mi adolescencia”. Aquel joven había cumplido los mandamientos; por eso podía acercarse confiadamente la Maestro. Si vosotros –chicos y chicas– queréis reconocer al Señor debéis también estar dispuestos a cumplir los mandamientos. Y si a pesar de vuestro esfuerzo personal por seguir a Cristo, alguna vez sois débiles no cumpliendo … sus mandamientos, ¡no os desaniméis! ¡Cristo os sigue esperando! Él, Jesús, es el Buen Pastor que carga con la oveja perdida sobre sus hombros y la cuida con cariño para que sane. Cristo es el amigo que nunca defrauda (2).

¡Qué urgente es la evangelización ahora también en países y naciones de tradición cristiana! Las estructuras de pecado hacen que en estos lugares ya nos encontremos con muchas familias que retrasan el bautismo, que no cumplen el precepto dominical, que han pactado con el ambiente permisivo e incluso “ya no se extrañan” de situaciones atípicas opuestas a la doctrina cristiana, etc.

Pero también son muchas, gracias a Dios, las que son fieles al querer divino sin que les falte para ello luchas y obstáculos. Dirigiéndose el Papa Juan Pablo II a este “resto” del Pueblo de Dios, decía: Cristo debe ser para cada uno de vosotros la razón de vuestro vivir: no temáis a Cristo; abríos a Él; entregaos a Él con generosidad; que Él ocupe el centro de vuestra vida; porque Cristo es la esperanza ante la angustia que nos rodea. Así vuestra vida tendrá pleno sentido. Pero para alcanzar esta experiencia espiritual, es necesario que sigáis la figura de Cristo tal cual es, y que la Iglesia proclama a través de su misión evangelizadora. Desde la más tierna infancia habéis aprendido en el seno de vuestras familias a honrar a Jesús de Nazaret como el Hijo de Dios. El cual en la plenitud de los tiempos, asumió la condición humana, haciéndose igual a nosotros en todo, excepto en el pecado. Vino al mundo para anunciar la Buena Nueva de salvación. Su vida fue un pleno sometimiento a la voluntad de Dios Padre (3).

Pedro Beteta López
Doctor en Teología y en Bioquímica

Notas al pie:

1. Cfr. Discurso a los jóvenes, Brescia, (Italia), 26-IX-1982
2. Cfr. A los jóvenes, Asunción, (Paraguay), 18-V-1988
3. Cfr. Mensaje a los jóvenes, Córdoba, (Argentina), 8-IX-1985

Fuente: http://larosaderialp.wordpress.com

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