jueves, 5 de marzo de 2009

La sangre de tu hermano me está gritando desde la tierra


ESPAÑA:Podemos ver estos días que, después de no facilitar a los padres su derecho a elegir la educación que quieren para sus hijos, ahora se les niega la posibilidad de la objeción de conciencia ante unas propuestas educativas que contradicen sus convicciones morales y religiosas. Una cuestión fundamental que se sitúa en el horizonte de otro gran tema que afecta a la persona y a su vida para siempre, y que hasta ahora también ha estado vinculado a la decisión de los padres. Se trata de la posibilidad de que las menores de edad aborten sin el conocimiento ni la autorización de sus padres. Los padres pueden decidir a qué hora han regresar sus hijos a casa un sábado por la noche, pero no podrán ofrecer ni su palabra ni su apoyo ante una decisión tan grave como es abortar. Y todo por una manera de pensar que, en principio, desconfía de los padres; más aún, los ignora. Unido a la palabra de mis hermanos Obispos y a tantos testimonios cristianos y no cristianos, quiero hacer una llamada a la responsabilidad de los legisladores y de quienes tienen en sus manos la promoción del bien común, para que velen por una convivencia que se fundamente en el respeto a todos, principalmente a quienes no tienen todavía posibilidad de hablar, pero ya existen. Ignorar este hecho es desatender la voz de los más débiles, y es poner en cuestión un principio básico de toda convivencia humana: el respeto a la vida sin condiciones. Una exigencia inscrita en el corazón de todo ser humano y que no se debería poner en cuestión. A pesar de considerarnos una sociedad civilizada, hoy resulta difícil defender la vida ante unas opiniones, muy presentes en los medios de comunicación, que proponen pasar de aceptar la posibilidad del aborto en determinados supuestos a considerarlo un derecho, tachando de fanático a quien cuestiona el aborto sin condiciones. Esto, ignorando –una vez más- que una gran mayoría de personas trabajan en favor de la vida y considera el aborto un fracaso rotundo de nuestra forma de vivir. El valor sagrado de la vida está vinculado a la fe en Dios, Creador y Señor de toda vida. No hay mayor incoherencia que afirmar la fe en Dios y querer decidir sobre la vida y la muerte de un ser humano, como es el no nacido o el enfermo dependiente; sumando la cobardía –revestida de buenos sentimientos- si se trata de alguien que ni siquiera puede quejarse. No es extraño que esto repugne a una conciencia cristiana. Y es lógico el esfuerzo de la Iglesia para promover el respeto a toda vida, desde su concepción hasta la muerte natural. Por esto ha sido “la voz de los sin voz”. Un compromiso que la ha llevado siempre contracorriente. Un compromiso que la lleva hoy a reiterar con palabras y hechos el valor sagrado de la vida, con múltiples iniciativas sociales.

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